La depresión se clasifica dentro de los trastornos afectivos más comunes del ser humano, afectando tanto a adultos como a niños.
En la infancia, varios años atrás, no estuvo tan claro. En la literatura científica es un fenómeno relativamente nuevo.
Según estudios (Garrison, et al,1997; Doménech y Polaino, 1990) la prevalencia de la depresión infantil varía en algunos países, estimándose en España una incidencia entre el 8% y el 10%. Si se analiza por edades, se observa que en la edad preescolar estas cifras descienden al 2%, en edad escolar entre un 8% y un 10% y en adolescentes asciende a 13%.
La sintomatología externa difiere significativamente de lo que entendemos e identificamos con cierta facilidad en los adultos.
Los niños no tienen el vocabulario emocional necesario para poder expresar lo que sienten y a nosotros los adultos nos puede resultar complicado identificar lo que sí expresan como síntomas depresivos; entendemos la infancia como una etapa de risa, bullicio y alegría. Las cuatro categorías de síntomas depresivos en el adulto también se presentan en el niño. Estas son: afectiva, cognitiva, motivacionales y vegetativas-psicosomáticas (Matson,1998).
Hoy se acepta que la depresión infantil es paralela a la de los adultos, pero no igual. Importante tener en cuenta también que en niños y adolescentes es más frecuente la comorbilidad con otros desórdenes y esto dificulta su diagnóstico, algo fundamental para poder intervenir en consecuencia.
La apatía, disminución o aumento de apetito, dificultades en el sueño (dormir poco o mucho), ausencia de motivación,…, son síntomas que claramente podemos relacionar con un estado depresivo en un adulto, pero en niños y adolescentes se tiende a considerarse como algo transitorio, “típico de la edad”, que “ya se le pasará”, o un mal comportamiento, tratándolo como algo insignificante y restándole importancia. Pueden aparecer manifestaciones tales como irritabilidad, llanto repentino, dolores corporales, cansancio o inquietud motora significativa, tratar de no hacer sus deberes o tareas domésticas, bajo rendimiento escolar por falta de atención y concentración.
En los adolescentes la sintomatología podría asemejarse más al del adulto, con exceso de irritabilidad, pérdida de interés del entorno (retraimiento social), conductas desafiantes y oposicionistas, que fácilmente se relacionan con “un cóctel hormonal” y que si no se diagnostica y trata podría tener importantes repercusiones sobre su ciclo vital. De adultos podrán tener más riesgos de padecer trastornos de la conducta, abuso de sustancias y trastornos de la personalidad.
Por todo ello es importante hacer un adecuado diagnóstico y un tratamiento multidisciplinar, desde la psicoterapia, la intervención familiar y la farmacología adecuada, si se requiere.
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